sábado, 15 de noviembre de 2014


Texto para un cortometraje
Hugo Gutiérrez Vega

Por las calles de todas las ciudades el hombre circula con sus miedos, su alegría, su antigua soledad, sus nuevas compañías. Los muros, las alcantarillas, los anuncios, los postes, las puertas abiertas de la confianza, las puertas cerradas del desamor, las manchas del tiempo, las cosas pequeñas de lo cotidiano lo acompañan y se convierten en signos de identidad, en afirmaciones vitales, en partes esenciales de su ser más íntimo e irreductible.
Julio Farell es un artista testigo que ama los “alimentos terrestres” y nos hace ver la belleza en las cosas que, por su carácter cotidiano y su aparente trivialidad, rara vez notamos y gozamos. Su pintura testimonia el profundo y misterioso trabajo artístico de la humedad, el polvo, el deterioro de los años y las injurias del tiempo, el aire, el frío, el calor y la lluvia. Estos fantásticos artistas mueven sus lentos pinceles y logran la transfiguración de las cosas naturales. Farell los descubre, investiga sus métodos y simultáneamente da testimonio y enriquece estas expresiones de la naturaleza y del trabajo del hombre.
Por las calles circulamos, en ellas reunimos nuestras soledades, encontramos desesperación y alegría, miramos sin mirar y, de repente, en una vieja puerta, en un canalón despintado o, más bien dicho, pintado por el tiempo, encontramos nuestra pequeña historia y la gran historia del hombre, su habitáculo y sus trabajos cotidianos. Así de humilde es la obra de este artista que nos devuelve el sentido profundo de las cosas pequeñas.

[ARCO 82, Feria Internacional de Arte Contemporáneo de Madrid.]

Pedazos de realidad
José Hierro

Lo cochambroso, lo vivido con tristeza y miseria, lo que cubrió la pátina del tiempo y de la pesadumbre, constituye la materia prima, el tema que le sirve a Julio Farell —que expone en Zodiaco— para sus vacaciones plásticas. Pero no se limita a transcribir lo viejo y ruinoso, sino que quiere que sea también la pintura —no sólo el asunto— la que parezca vieja y polvorienta. De los nuevos materiales utiliza el pintor algunos recursos —arenas, pastas arañadas que reproducen físicamente la madera castigada por la intemperie, metales— que le sirven para alcanzar el grado máximo de verismo. Sus cuadros son pedazos de la realidad reducida por los jíbaros, rincones suburbiales habitados por los pigmeos de Gulliver. Esa sensación de vida fosilizada es la que otorga a este arte tan realista su dimensión misteriosa. El aire y el tiempo han sido barridos por una escoba irreal. Estos rincones pobres pertenecen a una ciudad lunar. Son tan inquietantes como una figura de cera, que tiene la apariencia de los seres vivos, pero no tiene vida. Una pintura —casi relieve— ésta de Farell cuyo peligro estriba en caer en el virtuosismo imitativo.

[La actualidad española, Madrid, 1977.]