sábado, 28 de diciembre de 2013


Sobre la pintura de Julio Farell
Francisco Tario

Se dice que lo extraño es lo poco común. Pero, de ser así, ¿cómo puede lo común ser extraño? Mirando los cuadros de este pintor se comprueba que el misterio, cuando es de buena ley, no se origina en lo obviamente misterioso, porque el misterio es invisible y, ante todo, hay que adivinarlo, presentirlo y después apoderarse de él. El misterio no entra por los ojos, como la luz de una mañana, sino que se filtra por sorpresa en la corriente sanguínea y se refugia en un rincón indeterminado de nuestro ser. Frente a esta pintura tan común, tan cotidiana, uno se pregunta con perplejidad qué tienen ese árbol, esa puerta, el arranque de aquella escalera, la salida de aquel patio, los jeroglíficos de este muro, el simple piso de ese “interior” que nos desazonan a tal punto, ejerciendo en nuestro ánimo una suerte de fascinación. ¿Son lugares, tal vez, donde pudiera pensarse que ha ocurrido algo? ¿Lugares en los que se advierten las huellas de una desatinada historia? Creo que no. La situación parece ser todavía más grave. Son lugares que aguardan que el hecho ocurra, se manifieste pero que, para bien de todos, no ocurrirá jamás porque entonces el misterio se habría hecho evidente y sufriría un serio deterioro.
Aquí lo extraño es lo común, pero también lo bello, lo musical y alado, perfiles de una concepción muy personal de las cosas, de una infancia mágica prolongada más allá de sus fronteras, de una fantasía sabiamente reprimida —el arte no admite excesos— y de una nostalgia anticipada del tiempo que pasa. Pintura sólida, sugerente, auténtica, dirigida al espectador que va al reencuentro de eso que el hombre debió perder casi sin darse cuenta y que difícilmente recupere porque yace oculto bajo una descomunal montaña de quincalla.

[Iberian Daily Sun, 23 de junio de 1977.]

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